Dentro de pocos días celebraremos que hace 7 años que vivimos en nuestra casa, que fue la de mis abuelos. Sí, lo celebramos porque tengo la rareza de acordarme de las fechas y porque nos gusta remarcar en el calendario días especiales para reunirnos y hacer un pastel. En estos años de vida cotidiana lo que era nuevo ha ido desgastándose. Recuerdo que los primeros días hacía que los miembros de mi familia practicamente levitaran sobre el parquet para mantenerlo impoluto. Unas amigas de mis hijas, que se habían mudado de casa recientemente, les dijeron que ya se me pasaría, que esa obsesión tenía un plazo de 6 meses. Lo cierto es que la fuerza obliga a volverse flexible. Cuando el auricular del teléfono se empotró contra el suelo por primera vez -el cable se enrrolla y el aparato resbala al cogerlo- y dejó una marca imperecereda en la madera, me dolió en el alma. Pero, ya está. Como dicen ahora: «Ya pasó». Sigo cuidando el parquet pero hay más de una señal, casi todas de origen y autores conocidos.

Vivir las casas comporta actividad y que por tanto las cosas se muevan, se ensucien y ocurran accidentes. A ello hay que añadir el desgaste propio de algunos objetos o aparatos, diseñados sencillamente para durar no más de 5 años. Todo esto viene a cuento porque hace unas semanas empezamos a notar que la tapa del inodoro se movía y que uno de sus engarces estaba muy suelto. Mi padre, que es el manitas de la familia, hizo su trabajo, pero la fuerza de la caducidad de los objetos acabó con la tapa de cerámica. La saqué y busqué dónde encontrar el mismo modelo de la misma marca. Mi amiga Isabel me acompañó a la otra punta de la ciudad donde conseguí el recambio. Mientras, me relataba su teoría de como intervienen elementos sobrenaturales en estos infortunios domésticos. Tras intercambiar información, quedó claro que si nos molestáramos en apuntar cada mes los pequeños desperfectos veríamos que el papel no queda nunca en blanco.

Al llegar a casa me puse manos a la obra. El modelo había mejorado y la tapa tenía más volumen y era ligeramente abombada. No había instrucciones. Solo un papel con tres dibujos tremendamente ilustrativos: no apoyarse con un zapato, no echar productos abrasivos y no dejar caer la tapa en caída libre -¡cómo me altera ese ruido!-. El mantenimiento de un hogar pasa por pequeñas intervenciones como ésta. Vale la pena. Una casa se conserva cuando no dejamos que las huellas del desgaste se hagan excesivamente evidentes.

Esta misma mañana ha muerto mi plancha, un chispazo y adiós para siempre. Ya tengo una nueva misión ineludible.

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