En primer lugar, seguidores del blog, os debo una disculpa. Al cerrar el último post empezaron a desencadenarse pequeños accidentes domésticos en vuestros hogares. Hablé con algunos de vosotros y otros lo escribisteis en un comentario. Lo siento, está claro que no es buena cosa invocar desgracias. O quizá mi amiga Isabel tenga razón y haya causas superiores, o responda a factores ambientales o al calendario… En fin que cuando publiqué el post con mi plancha recién fallecida, se fundieron tres bombillas de bajo consumo. De esas que requieren cierta maña para cambiarlas porque van empotradas en el techo, protegidas con una tapa de cristal, que se apoya sutilmente en un par de grapas. Para acabar el día cayó la línea teléfonica. Os lo cuenta no para provocar otro tsunami sino para reflexionar sobre la comunicación en el hogar.

Era un día entre semana. Mis hermanos estaban en la ciudad y propuse reunirnos en mi casa con mis padres para celebrar juntos el cumpleaños de mi madre. Así se lo hice saber a mis hijos, especialmente a las mayores para que llegaran a la cita puntuales. Llovía copiosamente y recibía a quien llegaba a casa con el paragüero en la mano y la noticia de que no funcionaba el teléfono. Uno, dos, tres…nadie pareció alterarse. Sin calzado y prestos a abordar los bocadillos y croquetas dispuestos para el encuentro, solté: «por lo tanto, no tenemos internet». «¿Queeeeeé?. En sus caras vi recriminación -como si fuera culpa mía-, desespero -«¡tengo que imprimir un trabajo!»- ansiedad -«¿cuándo se arreglará?» (y podré conectarme a FB, colgar la foto del momento en que mi abuela sopla las velas, mi nuevo descubrimiento musical, mi mensaje amoroso cifrado….).

Una de mis hijas tiene Blackberry. Tenía una salida al mundo de la comunicación social. Salvada. Los demás, allí sin más que nosotros mismos para interrelacionar. Hay fenómenos que me superan como entender que el sonido se propague por ondas así que lo de internet es encuentros en la tercera fase. Ante la agitación suscitada, tomé el mando y llamé tres veces a la compañía. Finalmente etiquetaron la incidencia como «ugente». Es decir, entre 48 y 72 horas. Ha sido aleccionador comprobar que se puede vivir sin internet. Eso sí, si se alarga el plazo ya no estoy tan segura de la supervivencia. El teléfono tradicional de casa es ya un objeto más bien decorativo que acabará por extinguirse. Si nuestros padres vieron como las televisiones entraban en las casas, nosotros hemos visto como las pantallas conviven con nosotros y dependemos de ellas. A esto, creo, se le llama una revolución.

Enlace relacionado: Intercomunicación doméstica